miércoles, 27 de abril de 2011

España y los nacionalismos o la doble vara de medir que padecemos.

Permítanme comenzar por el final de este razonamiento, que va sobre la extraña manera de ver y entender los nacionalismos que domina en España. Vamos allá: uno de los tópicos sobre el parlamentarismo español dice que, a virtuosa diferencia de otros países europeos como Francia, Italia o Finlandia, la extrema derecha no ocupa ningún escaño en el Parlamento nacional (ni en la mayoría de los autonómicos, si exceptuamos el catalán por la SI de Laporta o de quien sea ahora). Una versión “progre” y taimada de este argumento agradece al PP esta excepción, ya que el gran partido de la derecha española habría hecho el favor de asumir la cuota de extrema derecha, haciendo innecesario un partido de ese perfil; en realidad este argumento insinúa lo que algunos publicistas dicen abiertamente, que en el PP la extrema derecha ya está representada por personas como Jaime Mayor Oreja o José María Aznar. Pero no es mi intención ahora refutar esta solemne tontería, sino indagar la afirmación del principio acerca de nuestra supuesta excepción democrática, de la que deberíamos sentirnos muy orgullosos: en España no hay partidos parlamentarios de extrema derecha. Sea por las virtudes aglutinantes del PP, o bien por estar escarmentados del invento tras los cuarenta años de dictadura: ese vendría a ser el consolador corolario.

Ahora bien, ¿será cierto que estamos libres de esa plaga? Me parece que no, pero para localizar esa extrema derecha disimulada yo no miraría hacia los escaños del PP. Investiguemos por otra parte, y para orientar bien el escrutinio examinemos primero los países vecinos con los que nos comparamos.

¿Quiénes componen la extrema derecha de nuestros vecinos? Partidos como el Frente Nacional, la Liga Padana o los Auténticos Finlandeses allá en el norte. ¿Qué tienen todos ellos en común?: sin duda alguna el nacionalismo exacerbado, el euroescepticismo, la insolidaridad fiscal (como negativa a transferir recursos a sus vecinos más pobres o desfavorecidos) y una xenofobia que puede ser más o menos intensa y se expresa en hostilidad a los inmigrantes, temor a la aculturación y defensa de las tradiciones locales. Esos son los ingredientes ideológicos de partidos que en España los comentaristas califican de neofascistas o de extrema derecha por abrumadora mayoría y con unánime hilo argumental; ayer mismo Soledad Gallego-Díaz nos ofreció un hermoso ejemplo en El País. Yo suscribiría buena parte de sus críticas y temores si no me desconcertara algo previo: que esos rasgos tan temibles en partidos franceses, italianos, holandeses o finlandeses se aceptan como algo normal en partidos españoles que, aplicando la misma vara de medir, deberían ser sentenciados de tan neofascistas como sus adláteres ideológicos. Y me refiero, obviamente, a PNV, CIU, ERC, BNG y el resto de la nutrida y repetitiva sopa de letras nacionalista (con nada menos que seis siglas con representación institucional en País Vasco y Navarra).

¿Acaso no llevamos soportando 30 años a PNV, CIU y ERC –por no hablar de Batasuna y sus sucesivos avatares- la defensa y la práctica constantes de esas políticas que tanto miedo dan si las defienden siglas de otros países: insolidaridad fiscal, ataques al Estado común, xenofobia y particularismo cultural exacerbado con imposiciones políticas antidemocráticas de por medio (como la “normalización lingüística”)? ¿Por qué resulta escandaloso que los Auténticos Finlandeses se nieguen a ayudar a Portugal cuando es lo que llevan haciendo todos los políticos vascos y navarros (excepto los de UPyD) con las CCAA más desfavorecidas de España (que en realidad aportan a los respectivos Conciertos Económicos), y lo que acaban de lograr los catalanes con su nuevo Estatuto? Lo explicó muy bien hace poco Ruiz Soroa. ¿Qué clase de miopía o hipocresía conduce a tantos analistas a condenar como ultrareaccionario en Finlandia o Italia lo que se considera progresista si sucede en País Vasco o Cataluña? Yo diría que esto es o bien una ola generalizada de estupidez, o bien un caso patente de corrupción intelectual.

De manera que, regresando al principio, si aplicamos la misma vara de medir a los partidos nacionalistas europeos y a los españoles, resultará que nuestra supuesta excepción democrática y progresista se desvanece en el aire: hay escaños de extrema derecha en el Parlamento español, todos los que corresponden a partidos con esas ideas y prácticas ultranacionalistas, es decir, CIU, PNV, ERC, BNG, NaBai… Ahora díganme si quieren que no es para tanto y que en esos partidos hay gente estupenda a la que no se puede tildar de neofascista de ninguna de las maneras, pero díganme entonces por qué sí a sus correligionarios del resto de Europa. Si queremos entender el mundo que nos rodea porque aspiramos a transformarlo en algo mejor, qué menos que medirlo con la misma vara.




Por lo demás, es una gran satisfacción escribir estas líneas en pleno y aburrido Aberri Eguna, una celebración sectaria nacionalista impuesta a los demás, dentro de un lote de símbolos sectarios que incluye bandera, himno y corónimo (Euskadi), como “fiesta nacional” de una nación que democráticamente no lo es. Sin embargo, pocas voces en el País Vasco discrepan de semejante imposición e incluso la mayoría la acepta como opción propia libremente elegida aunque diga no ser nacionalista. Un buen ejemplo de cómo las fuerzas no nacionalistas de izquierda y derecha han acabado mimetizándose de nacionalistas hasta el punto de llegar a creer, en un malabarismo digno de Orwell, que el nacionalismo que detestan y temen en otros países es en cambio el no va más del progresismo y la democracia en el propio. Seguiremos con este asunto, porque el nacionalismo vuelve a llamar a la puerta de Europa tras no haberse ido nunca de España: primero con Franco y sus secuaces, luego con los separatistas y ahora con sus imitadores acomplejados