hace un par de años en UPyD comenzamos a explicar que la peculiaridad de la crisis española era la conjunción de una crisis financiera internacional con una crisis política, con el resultado de que la incapacidad de las instituciones estaba agravando la crisis económica y acabaría deslegitimando la democracia, pocos, muy pocos se tomaban este análisis en serio. Conste que es más agradable acertar el número de la lotería que este pronóstico, más propio de Casandra que de Papá Noel. Sin embargo, la evolución de los acontecimientos confirma el acierto: lo que está en crisis no es ya sólo un determinado partido –aunque lo está el PSOE- y un cierto tipo de gobernanza –el bipartidismo imperfecto PP-PSOE más IU y nacionalistas como socios preferentes-, sino la propia arquitectura institucional de la Transición, o lo que es lo mismo, el régimen político conocido por “Estado de las Autonomías”.
La eclosión de los movimientos sociales asociados al 15M, Democracia Real Ya e iniciativa similares, tanto las pacíficas y ejemplares como las violentas y degradadas (que lógicamente dominan en Cataluña), es solo una expresión de esa crisis de régimen, pero no su causa, como les gusta pensar tanto a la derecha más conservadora que atribuye estos inquietantes fenómenos a la perfidia maquiavélica de Rubalcaba, como a la paleoizquierda agrupada en torno a IU, despreciada en ese mundo tal como pudieron comprobar a sus expensas Cayo Lara en Madrid o Joan Herrera en Barcelona.
Pero estos movimientos que en pocos días han pasado de solicitados –incluso por el inefable González Pons- y halagados –sobre todo por la izquierda pero no sólo por ella- a temidos y censurados por todos tras los amagos de asalto a las instituciones, no son la única expresión de la crisis de régimen. ¡Ni mucho menos!: también expresan esa crisis maniobras y acontecimientos de muy distinto género: la dimisión desvergonzada de los tres miembros del TC que de repente descubren que están siendo “secuestrados” por los partidos que los han nombrado con su absoluta complacencia demuestra que el merecido desprestigio del TC comienza a inquietar incluso a sus beneficiarios. Y en la acera contraria pero con idéntico significado la irrupción de Bildu, con las mejores tradiciones de Batasuna –exigencia de amnistía o impunidad para el terrorismo, amenazas a los críticos, acoso a concejales constitucionalistas, veto a los medios de comunicación-, demuestra que el régimen de la Transición ha fracasado incluso en una batalla que tenía por fin ganada, la del final de ETA sin compensaciones políticas.
A estos sucesos podemos añadir el creciente malestar social que se expresa de mil formas estos días y que, con toda seguridad, seguirá creciendo en los meses inmediatos. Es una especie de brusco despertar: tras años de incredulidad se ha descubierto que la crisis va para largo y no habrá regreso a los años dorados del modelo económico Solbes-Rato, caducado para siempre. Y también se ha descubierto que las instituciones mantenidas por todos para hacer frente a estas cosas no sólo se revelan incapaces de resolver nada importante –véase por ejemplo la increíble historia de la incompetencia del Banco de España para prevenir la crisis de las Cajas de Ahorros, anunciada por el propio ente-, sino que son en sí mismas fuentes de problemas derivados a la gente común, a la que ahora se exigen sacrificios que habrían sido más moderados, equitativos y asumibles, aunque fueran inevitables, de haberse actuado a tiempo contra el derroche de las duplicidades administrativas, el mal gobierno de ayuntamientos y CCAA, el saqueo del Estado común, el intervencionismo de los partidos, la falta de transparencia, etc. Como quien despierta de un largo sueño agradable para verse inmerso en una realidad siniestra de incertidumbre y empeoramiento, millones de españoles están descubriendo que las defensas con las que contaban no sirven o no existen. Sanidad, pensiones, educación, subsidios de desempleo, servicios públicos… están abocados a una degradación de calidad resultado del mal gobierno.
Y esto no ha hecho más que empezar. Ya hay indicios claros de que la gestión de esta crisis emprendida por PP, PSOE y demás partidos tradicionales no hará sino agravar las cosas y exacerbar el descontento.
Reparemos por ejemplo en la propuesta del PP de Madrid y Valencia para reformar la Ley Electoral de esas comunidades al rebufo de la exigencia de reforma de la LOREG. La propuesta de listas desbloqueadas y de creación de distritos electorales donde el diputado será elegido por mayoría –una adaptación del modelo anglosajón- se presenta bajo el manto virtuoso de la “cercanía al elector”, pero esconde la obvia intención de reforzar aún más el poder aplastante del PP en ambas comunidades, pasando prácticamente del actual bipartidismo imperfecto a un régimen de cuasi partido único, con el PP gozando de abrumadoras mayorías superiores al 70% de los diputados con sólo el 40% de los votos válidos o menos. Los partidos minoritarios quedarían reducidos al papel decorativo de pintorescos e impotentes contradictores de decisiones tomadas por la apisonadora parlamentaria. La consecuencia: reducir aún más el pluralismo político y profundizar en la desigualdad del valor del voto. Y aumentar la abstención a niveles catalanes. ¿Pero qué más da si eso permite el gobierno incontestado de ese liberalismo intervencionista de Esperanza Aguirre o del berlusconismo fallero de Camps?
Esa es la ceguera de la clase política actual: valorar los acontecimientos y mover piezas únicamente pensando en el beneficio partidista, se trate del PP barriendo para casa, del PSOE pensando únicamente en salvar los muebles, o de IU poniéndose al frente de cualquier manifestación que pase por la puerta. Y al fondo, como siempre, los nacionalistas intentando aprovechar la ocasión para dar un golpe definitivo al Estado común y obtener esa comodísima cuasi independencia de facto que llevan trabajando tantos años con gran éxito gracias a la ineficacia de las instituciones políticas y judiciales encargadas de impedirlo.
En definitiva, la actitud del establishment combina incomprensión, embotamiento y oportunismo. Oportunista y peligrosísima es, por ejemplo, la política de “orden público” de la Generalitat, cambiando del exceso policial a la tolerancia de la agresión a parlamentarios para, previsiblemente, cargarse de razones ante la opinión pública si es necesario pasar a mayores. Pero es una consecuencia del cáncer sistémico que pudre la democracia española porque se ha cargado la igualdad política y amenaza la libertad personal: la relativización de las leyes y su interpretación elástica en función de los intereses de los gobernantes.
Por eso no cabe ser optimistas: la economía da muestras de agotamiento, amenazando convertir la crisis en ciclo de depresión, mientras las instituciones políticas siguen en manos de grupos atentos exclusivamente a sus intereses a corto plazo, sea por incomprensión o incapacidad, sea porque la ocasión la pintan calva. En los próximos meses no va a haber institución que no esté obligada a recuperar la legitimidad que ha perdido por su inactividad, ineficacia o responsabilidad política. De los ayuntamientos a la monarquía, de los medios de comunicación al mundo empresarial y especialmente el financiero. Es toda una crisis de régimen, y no un malestar pasajero. Lo que precisa es un programa de reformas ambicioso, incluso revolucionario en algunos ámbitos, y no meras maniobras para capear la tempestad.
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