Cuando decidimos fundar UPyD en el verano de 2007, tuvimos claro desde el principio que el nuevo partido iba a trabajar por un eje triple de reformas básicas: de la Ley Electoral, de las instituciones (regeneración democrática) y de la Constitución. Lo de reformar la Constitución era una idea recibida entonces con, en el mejor de los casos, escepticismo incluso entre quienes también estaban convencidos de sus muchas deficiencias. Lo más corriente era la displicencia, la burla o la abierta hostilidad, especialmente entre quienes pensaban que esta era la mejor Constitución posible para un país con nuestra penosa historia constitucional. Pero cuando un problema de la magnitud del constitucional existe, como pensábamos los fundadores de UPyD, se puede ocultar o negar durante un tiempo, e incluso se puede ridiculizar y ningunear a quienes lo han diagnosticado, pero inexorablemente acaba saliendo a la superficie. A veces mediante lo que Hegel llamó “una astucia de la Razón”, como es el caso: la crisis financiera de la deuda, la intervención alemana, las reformas administrativas italianas y el BCE han obligado a los viejos partidos a entrar en un asunto bloqueado por su inmovilismo y su espesa red de intereses creados (cuya expresión más ruidosa está en el follón organizado a propósito de reformar o suprimir las Diputaciones provinciales, órganos superfluos pero que emplean a miles de “funcionarios de partido”).
En fin: lo que no han conseguido los análisis más sensatos ni las propuestas políticas más oportunas e imaginativas lo han hecho posible el Banco Central Europeo y las exigencias francoalemanas. El BCE es el más que probable autor de una carta al presidente Rodríguez Zapatero con el siguiente mensaje: o España modifica su Constitución para prohibir el endeudamiento excesivo de las administraciones públicas, o el BCE deja de comprar deuda pública española con el riesgo real de quiebra que esto comporta, más la consiguiente salida de España del euro. Pero ni España puede permitirse ese horizonte –tener que volver a la vieja peseta sería todo un fracaso simbólico de la modernización del país, además de un desastre económico-, ni al núcleo de Europa liderado por Alemania le interesa arriesgar la desaparición de una moneda de la que depende en alto grado su competitividad económica.
En el dilema entre reconocer el fracaso del euro por la falta de unidad fiscal y de un gobierno económico genuino, y el de dar pasos en esta dirección, parece que se abre paso la segunda opción, y sencillamente porque es la más realista. Puede chocar que la reforma constitucional española sea un paso en este sentido, pero tiene una lógica mayor de la que parece. En la exigencia del BCE hay sin duda un interés político muy primario: se trata de que Merkel pueda tranquilizar a su partido y al electorado alemán con la idea de que la Constitución española obligará al Estado a dejar de gastar más de lo que ingresa, de modo que podrá pagar la deuda pública en manos alemanas y del BCE. Ahora bien, esa condición, de dudosa o nula eficacia económica –el Tratado que abrió paso al euro ya prohibía déficits fiscales anuales de más del 3% del PIB, incumplido por casi todos los Estados de la zona euro en algún momento-, es lo que en lenguaje político tradicional se llamaría un recorte de soberanía por otros países. Porque España es, de hecho, un país intervenido como ya lo ha sido Italia y antes, en condiciones más duras, Irlanda, Portugal y Grecia. Por supuesto, España podría rechazar la condición exigida por el BCE, pero eso casi equivaldría a renunciar a formar parte de la UE, siquiera como socio menor e intervenido (otro de los grandes logros de la política de Zapatero). Y en España, salvo una minoría, nadie quiere jugar esa insensata carta nacionalista. Como además se trata de una reforma constitucional de efectos más simbólicos que otra cosa –una muestra de sumisión a las exigencias de nuestros tutores financieros-, al PP y al PSOE no les ha costado nada ponerse de acuerdo en aceptar esa auténtica humillación política.
Pero, a diferencia de otros pactos PP-PSOE anteriores, debido a su naturaleza éste no puede ser inmovilista aunque se pretenda. Sea cual sea la intención del BCE o las condiciones políticas de Merkel y Sarkozy, la exigencia de limitar constitucionalmente el déficit público –cuyos detalles seguimos desconociendo- muerde de modo irreversible e irrevocable en el fruto prohibido: la reforma de la Constitución de 1978. Porque una vez aprobada esa mini-reforma sobre el déficit público mediante procedimiento de urgencia –injustificable: un fraude sobre otro fraude-, ¿qué impide debatir reformas mucho más importantes y trascendentales, como la del régimen electoral, la estructura territorial del Estado, su laicidad, la independencia de la Justicia y la separación efectiva de poderes, la supresión de los falaces “derechos históricos” y otros defectos de la actual Constitución? Nada, salvo la cerrazón de los partidos viejos, su inmovilismo y la profunda incapacidad que han demostrado al gestionar una crisis anunciada, de tal forma que su incapacidad para la reforma política ha obligado a intervenir a Estados socios de la UE en nuestros asuntos domésticos.
Naturalmente, la reacción nacionalista de rechazar toda “intervención extranjera” sería una estupidez gravísima. Ni los europeos son ya para nosotros “el extranjero”, sino socios y conciudadanos en muchos aspectos, ni se puede salir de nuestra crisis doble, política y económica, con recetas aislacionistas y del pasado. La salida es obvia y puede resumirse de nuevo en términos hegelianos: frente a la tesis de una Constitución desfasada y la antítesis de la exigencia del BCE para reformarla en un punto económico, la síntesis de una reforma de verdad de la Constitución que no venga impuesta por agentes económicos externos, sino por la libre voluntad de la ciudadanía española. Esta es la oportunidad: aprovechemos la exigencia europea de reforma constitucional para imponer a PP y PSOE y sus socios menores un debate de reforma constitucional a fondo, sin reservas y con amplitud de miras. Con toda la calma que se quiera, pero con un objetivo firme y claro: adecuar la Constitución a las necesidades políticas del siglo XXI. UPyD ya tiene un programa de reforma constitucional que, por descontado, no se trata de imponer a nadie, sino que se ofrece como una propuesta para un debate que no debe ser partidista ni, sobre todo, partitocrático.
Si se abre paso esta idea, el Parlamento surgido de la convocatoria electoral del 20N se convertiría, como debe ser de acuerdo con las reglas básicas de la democracia, en un Parlamento constituyente que debata y apruebe, y someta a referéndum, la Constitución española para el siglo XXI. Hay un modo de hacerlo muy fácil y barato: que el 20 N haya una tercera urna para que podamos votar la mini-reforma constitucional pactada por PSOE y PP a finales de agosto, iniciando así un procedimiento general de reforma debatida a fondo.
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1 comentario:
No
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